Crónicas bocabajo

Al verano en la Antártida uno se acostumbra con facilidad. Al llegar el invierno solo la buena compañía evita que germine la semilla de la locura. Aquí solo estamos John y yo. Él y yo. Solos. Sentado frente a mí, John unta su pan con el último pedazo de mantequilla y mastica: “He decidido irme”. Yo llevo el cuchillo al lugar que antes ocupaba la mantequilla, lo unto en mi memoria y sentencio: “Yo he decidido matarte”.

John, el alquimista del hielo, una vida entera dedicada a esta tierra impoluta. Científico, aventurero y escritor. Yo leía sus Crónicas bocabajo cuando estudiaba en la Universidad de Magallanes. Sus relatos sonaban lejanos e imposibles, congelados en un tiempo inexistente. Mi admiración hacia él me condujo hasta aquí. Me mataba a estudiar durante el día. Por las noches dormía con la ventana abierta dejando que toda la Patagonia entrara en mis pulmones.

He decidido matarte. John, el usurpador del sur, me mira sin preocupación. Mil y una historias de supervivencia conceden la inmortalidad a los que han llegado hasta este lugar. Hace décadas, Leonid Rógozov, único médico de una expedición soviética, se practicó a sí mismo una operación de apendicitis. Conscientemente abierto, sacándose sus propios intestinos, hurgó dentro de sí hasta ver reflejado en el espejo la punta de su apéndice flotar en un mar de sangre. Cirujano y paciente. Leonid logró sobrevivir. John, el malversador de confianzas, no lo hará.

Hay muchas formas de acabar con la vida de un hombre. Cuando respiras continuamente su mismo aire, se te ocurren muchas más. La convivencia deja venas al descubierto, alimentos al alcance de la mano, almohadas, pastillas y fatales accidentes domésticos. Aún no he escogido. No tengo prisa.

Las mañanas solo son mañanas porque lo dice el reloj. Son las 7:15, llevo 4 horas sentado a la mesa esperando a que él se despierte. Su cansino caminar aparecerá tras la puerta, sus cejas me darán los buenos días. La última mañana. Mi cabeza proyecta el ensayo general. Le observaré mientras desayuna su tostada seca. Disfrutaré cada uno de sus mordiscos, pan con pan, comida de muertos. Cuando se levante, le golpearé con fuerza la cabeza y su cuerpo se desplomará girándose hacia mí, a cámara lenta, sus labios mudos, sus ojos preguntando, su espalda sobre la mesa. Le abriré el abdomen obligándole a mirar, mientras intenta escaparse. Manos y pies sujetos con firmeza. Le rajaré y sacaré sus intestinos sin apéndice, en mis manos su vida. John, el expoliador de víveres, se pregunta por qué. Y de repente lo entiende. De repente lo ve en mi mano. John, ¿qué ves? John, ¿qué tengo aquí? Un pedazo de mantequilla se derrite entre mis dedos goteando dentro de él.